Thursday, July 06, 2006

La perrita de raza

La perrita de raza

Así es que lo recuerdo.
Eran las cuatro de la tarde cuando sonó el teléfono. Mi hermano mayor y yo corrimos hacia él. Gracias a que me empujó llegué primero y contesté: -¿Hello? (Hola)
-Bebo, Dios te bendiga; es papi. ¿Qué les parece si les llevo una perrita de raza que dejaron abandonada en mi trabajo? Consulta a Hiram y a tu madre.
- Sí, sí papi, ellos dicen que sí- dije sin pensarlo, dando pequeños saltos de alegría.
- La tengo metida en una cajita que conseguí. Llego como a las siete de la noche. Dios me los bendiga.
Se lo dije a mi hermano: Papi me va a traer una perrita de cumpleaño porque yo cumplo cinco. Es mía, pero yo te la presto.
-¿Queeeeeeeé? – dijo mi mamá cuando me escuchó.
Al fin llegó la hora. Mi hermano y yo locos de contento salimos al encuentro de papi que ya salía del carro y cargaba en sus brazos lo que parecía una pelota de pelos negra y blanca. ¡Es mía, es mía!- grité para contener a mi hermano que quería cogerla para él. Papi llegó hasta la sala de la casa y puso la perrita en el piso. La pobrecita estaba flaquita y temblaba. Tenía un sucio en los ojos.
-No quiere comer, debe estar enferma. Le di de la comida más cara que conseguí y no comió; busquen un poquito de leche a ver si se la toma- fue lo último que dijo papi antes de ir a bañarse. La perrita ni miró la leche.
-Vamos a llevársela a abuelo, él cura. El cura las vacas y los toros y los pollitos, yo lo vi. Un ‘no’ de mami con la cabeza podía verse desde el otro lado de la calle. Y lloré, y lloré y lloré balbuceando: mami, tú nunca quieres ir a casa de tu papá, nunca nos llevas; abuelo cura.
Al frente del carro iban papi y mami y mi hermano y yo en el asiento de atrás con la perrita. Llegamos al campo pasado el medio día. Abuelo, que nos había divisado desde lo alto del balcón de su casa en la colina, salió a recibirnos. Tras besos y abrazos se fijó en mi:
-¿Qué me traes ahí Guayubín?
Lo de Guayubín nunca me gustó pero lo ignoré. Papá, papá, cúramela, es de raza – le contesté alargándole la perrita.
Abuelo la tomó en sus manos y comenzó a reir a carcajadas. “Esta perrita no da ni para un pincho” – se mofó. ¿Y qué es lo que tiene esta preciosidad?”- preguntó.
-No quiere comer, abuelo; le dimos comida de la cara y no la quiere, se va a morir, es de raza, cúramela- dije con muestras de comenzar a llorar.
-Esto yo lo arreglo enseguida, para eso soy tu abuelo, sosténme la cosa ésta, que vuelvo enseguida”. Marchó y regresó al minuto, plantando en las narices de la perrita un plato que contenía las sobras de su almuerzo. Cuando vi los pedacitos de guineos verdes hervidos mezclados con arroz, habichuelas, bacalao y huesitos de pollo, grité:
¡Abuelo, no! ¡No le des la comida de los puercos, me vas a matar mi perrita de raza! Cerré los ojos y empecé a llorar. Abuelo me alzó en sus brazos, me besó y me dijo al oído:
Mírala, está comiendo.
No lo podía creer y exploté: ¡Te lo dije mami, te lo dije, abuelo cura!
Dos horas después, Linda – así comenzamos a llamarla- corria tras los pollitos y ladraba a los bueyes de la finca. Al día siguiente nos despedimos y montamos en el carro. Antes de partir, abuelo abrió la portezuela trasera del auto y nos dijo:
Mi’jos, ustedes tienen un contrato con su abuelo para ayudarlos hasta que el abuelo les dure, cuiden bien ese animalito; porque esa perrita es de raza. ¡Es de raza humilde!- concluyó riendo. Regresamos cantando, todo el camino.
¡Y que de raza humilde!.
Abuelo vive aún. Tiene sus achaques y ya no tiene suficientes fuerzas para curar.
¡Como quisiera curarle yo!